Breve instante
Soy
de los que piensan que no has entendido algo completamente hasta que no eres
capaz de explicárselo a tu abuela. Y a mí aquello me costó entenderlo una
barbaridad.
No
me llamo Peligro; ni tan siquiera Harry, y por supuesto hace ya bastante que
nadie me alegra el día. Para todos, en la comisaría, soy Pepe, y al compás de
la música de mi trabajo viaja el resto de mi vida: monótona, aburrida, y bastante
llena de porquería. Todos los días me toca limpiar un pedazo de mierda de esta
pequeña ciudad, en la que la gente sigue pecando como en las grandes, pero en
menor cantidad, porque somos menos, no mejores. Cuando uno se decide a estudiar
criminología para formar parte de una brigada especial de la policía judicial
se imagina otra cosa. Y mi trabajo diario casi se puede resumir
en detenciones de borrachos al volante y salir a buscar gente libre que debiera
de estar presa. Lo dicho, limpiar mierda a la que le falta estilo para ser una
mierda digna de análisis. Es suciedad ordinaria.
Aquel
día de Diciembre había salido de casa bastante temprano, siete y cuarto más o
menos. No había apenas tráfico. A esa hora en La Coruña la gente está durmiendo
o empieza a levantarse (en caso contrario están llegando a casa). Tenía que
visitar a unos “clientes” que se habían “olvidado” de volver a la cárcel.
Era un buen momento para encontrarlos, y además, tocar un timbre para levantar
de la cama a un fulano cabreado es algo que me sienta sorprendentemente bien.
Pero no vayan a pensar en perversiones o manías: es solamente por joder.
Si quieren una excusa profesional, digamos que los cojo en un momento sin
defensa.
En
la radio del coche me pareció que gritaba las noticias la niña de la voz
engolada que tanto me aburre. No sé por qué, pero siempre que la oigo me das
ganas de sonarme. Ya había desistido de encontrar “Cleenex” en los bolsillos de
mi chaqueta, cuando la oí decir que había sido detenido un vigilante nocturno
de Pompas Fúnebres -el tanatorio por excelencia de la ciudad, porque está en el
centro, y porque es “el de toda la vida”, aunque suene paradójico-. Al parecer
algunos familiares de fallecidos recientemente habían denunciado a la empresa
mortuoria por actuaciones irregulares en el de la Plaza de La Palloza. Estaban
indignados porque en dicho lugar –que goza de gran prestigio, y por las noches
suele estar vacío (de personas con vida)- habían detectado visitas nocturnas
extrañas y repetidas de alguien sin relación con los difuntos. ¡Qué
cosa más rara ¡ -pensé. Me tengo que enterar de esto. Como tenía mis contactos
en la poli municipal llamé para saber más cosas.
El
destino no suele mandar grandes emisarios en caballo blanco para comunicar sus
designios. Utiliza por lo general gente corriente, humilde, vecinos del piso de
al lado. Resulta que la señora Mariño se había acercado a la puerta del
Tanatorio a las cuatro y media de la madrugada. La probabilidad de que eso
suceda en esta ciudad es prácticamente igual a cero. ¿Qué paso? ¿Un recado en
plena madrugada? No, sólo es la ruleta del azar que gira y hace que el mundo
camine a trompicones imprevisibles. Y nosotros, que en función de esos sucesos
que no se pueden anticipar, improvisamos siempre tarde. Por eso la anciana pudo
ver la luz de un flash salir por debajo de la rendija de una de las salas.
Si
no fuera por esos finos hilos que manejan Parcas atolondradas, probablemente la
vida fuese de una sosería insoportable. El guardia de seguridad resultó ser
solamente un muchacho cuyo delito era mayormente la tontería, la necesidad de
dinero extra y la falta de respeto hacia personas muertas. La tontería le iba a
costar el puesto de trabajo y una indemnización, probablemente, y la falta de
respeto unos cuantos insultos. Todo por unos cuantos euros que alguien le daba
por abrir la puerta y hacerse el ciego. ¡Caramba! –pensé-, ¡¡Alguien hacía
fotos a los cadáveres!! ¡Eso era nuevo de verdad y estimulaba mi curiosidad!
El
fotógrafo en cuestión se llamaba Iago Mosteiro, y tenía un sorprendente
historial: en 36 años no había cometido ni un solo delito, y en los dos últimos
meses había sido denunciado por robo de un bolso a una mujer en plena calle
Real un sábado a las cinco de la tarde; allanamiento de morada en una casa del
centro llevándose algunas cosas sin apenas valor; intimidación a varias
personas por la calle, llamadas telefónicas inadecuadas de madrugada, y alguna
pelea que otra provocadas mayormente por él mismo y su actitud desafiante.
La
razón por la que aquel muchacho me pareció inocente desde el primer momento
todavía la desconozco. Había confesado ser el autor de todos y cada uno de los
delitos de los que se le acusaba. Pedí amablemente hablar con el chico. Los
delitos no eran graves y seguro que tendría un juicio rápido en pocos días. No
era un caso realmente importante, pero me atraía muchísimo. Quería saber por
qué había hecho algo tan raro.
-Iago,
tienes que echarme una mano si quieres que yo te la eche a ti. Por favor,
intenta que todo lo que digas parezca cierto, porque lo que has hecho es
bastante raro. Me gustaría que no me mintieras.
-Me
gusta hacerles fotos a los muertos.
-¿Por
qué? ¿Para qué?
-
Su ausencia de movimiento calma mi ansiedad.
-¿Qué
ansiedad?
-La
que me produce ir siempre dos pasos por delante de la vida, con el único fin de
evitar la muerte.
-Por
Dios santo, ¿pero en qué piensas chico? ¡Toda esa gente a la que haces
fotografías tiene familia! ¿Qué crees que pueden sentir al saber que tienen a
sus muertos en la salita de estar de cualquier persona extraña? ¿Y qué me dices
de todas esas denuncias por robos, peleas, allanamientos, etc. ¿También te
calman?
-Inspector,
¿alguna vez ha pensado en la vida como una cadena de sucesos que cambian a cada
instante, modificando todos los sucesos posteriores, continuamente, una y otra
vez?
-No
te sigo.
-En
los últimos meses he pensado bastante en el destino, ¿cómo puede ser que todo
esté predestinado si las cosas cambian a cada instante? ¡Todos podemos cambiar
el futuro! Esa chica a la que robé el bolso, por ejemplo ¿sabe qué llevaba,
aparte de dinero? Dos entradas para la ópera. ¡Ya no pudo ir! La persona que
iba a ir con ella tampoco pudo asistir. Y ¿qué hicieron en esos momentos? ¿Con
quién estuvieron? ¿De qué hablaron? El simple hecho de que ellos cambiaran de
planes implica a un montón de personas que también los tuvieron que
modificar. Y así sucesivamente: ¡combinaciones infinitas de situaciones no
previstas que al cabo de unas horas implican a toda la ciudad! Robando un bolso
logré cambiar el futuro. Entonces, ¿era fácil conocer su destino de antemano?
¿Podemos evitar nuestro destino? ¿Podemos engañarle y, cuando venga a
buscarnos, no nos encuentre?
Recordé
de pronto una de aquellas conversaciones tontas con Eduardo en la cervecería de
La Estrella.
-¿Sabes
qué es la ansiedad? –me había preguntado. Moví la cabeza.
-¡Apretar
el botón de la cisterna antes de terminar de mear! La ansiedad es un demonio
que no te deja vivir. Como policía tienes muchos casos con víctimas y
culpables. Lo que no tengo tan claro es que siempre sepas quién es qué.
¿Qué
tipo de ansiedad era la que se estaba comiendo a Iago? Era un muchacho asustado
que no paraba de hacer tonterías para no darse cuenta de que ese miedo se lo
estaba llevando por delante. –“Interrumpir la vida de los demás para cambiar la
dirección de las cosas” -me había dicho. Era un interruptor. Alguien que
interrumpe un instante de la vida, y cambia todo lo que viene después.
-Háblame
de las fotos.
-No
hay mucho que decir. Un día se murió el padre de un amigo y me acerqué al
tanatorio. Pasé la tarde con él, casi en silencio, apenas hablamos. Cuando salí
me di cuenta que sentía una tranquilidad desconocida hasta entonces, y
empecé a ir al tanatorio a ver los muertos de los demás, y fui notando que la contemplación de la
muerte me calmaba, me daba paz. Así que decidí sacarles fotos para tenerlas en
mi casa y descansar con su compañía.
Salí
de allí confuso. Incrédulo. Tenía que tomar el aire. ¿Con quién podía hablar
del tema para que me diera otro punto de vista? ¿A cuál de mis compañeros
habituales de tertulia podía soltarle semejante historia? Quizá fuese mejor
olvidarlo y dejarlo así. Pero me intrigaba muchísimo ese caso. Algo se me
estaba escapando. Mientras que a mí me causaba extrañeza y pesar la situación
del muchacho, en la comisaría había bastante jolgorio con el asunto de los
muertos. Barbeito suele ser bastante animal en sus juicios (los de pensamiento,
no los de los crímenes) y andaba rebuznando que ese chico estaba enfermo, pero
enfermo de verdad. A veces basta con una frase tonta para despertar una idea
por demás sencilla. Lo bueno de las ciudades pequeñas es que enseguida puedes
adivinar en qué bar está fulanito, a qué Iglesia acude a
rezar menganito, o en qué hospital se puede tratar a un enfermo; así
que a la hora de investigar algo de lo que no tienes ni una puñetera pista, solo
debes observar adecuadamente. Y escuchar. ¡estaba enfermo!
El
Director del Oncológico de Eirís, confirmó lo que para mí ya era una certeza
antes de entrar. La sonrisa triste que se dibujó en la cara del médico cuando
le conté lo que estaba sucediendo me dio a entender un afecto por el muchacho
que iba más allá de lo profesional. En ocasiones, en su profesión, se
encontraba con pacientes que despertaban algún tipo especial de emoción. Iago
era uno de esos casos. No era justo. Era buena gente, y muy joven.
Por
extraño que pueda resultar, en ocasiones las cosas son exactamente lo que
parecen. Una enfermedad incurable+Un chico hundido+Una angustia atroz=
Respuestas extrañas, desesperadas. Un grito enorme de vida que sólo recibe su
propio eco.
Como
era de esperar, Iago Mosteiro no se presentó el día del juicio. Nadie pudo
contactar con él, y me ofrecí para ir a buscarle a su casa. Le pedí a Ferrín
que me llevase, por si acaso. Además, el tío es un artista utilizando el trozo
de radiografía para entrar en las casas, y yo no sabía lo que me iba a
encontrar. Efectivamente tuvimos que usar el plástico, aunque la puerta apenas
se resistió: parecía dispuesta a colaborar. Lo primero que vimos fue un pasillo
enorme y estrecho. La estrechez era más palpable por la cantidad de fotografías
que llenaban sus paredes. Cientos de retratos de cadáveres lo llenaban. Ferrín
no se movió de la puerta. Oí que pedía refuerzos y le hice una señal de
tranquilidad. Para él aquello era el refugio de un psicópata asesino en serie,
y para mí la casa de un chico enfermo.
Fuí
abriendo las puertas que me encontraba, hasta llegar a la habitación que estaba
más cerca de lo que parecía ser el salón. Estaba abierta y Iago reposaba en la
cama, tapado. Debajo de las sabanas se podía ver perfectamente su cuerpo en
posición fetal y abrazado a la almohada. Las paredes llenas de fotografías.
Dije
su nombre varias veces, cada vez un poquito más alto, pero no se movió. Creo
sinceramente que no quería despertarse. Y no se despertó. Nunca más. Mientras
miraba las fotos que le rodeaban, pensaba en sus carreras escapando del destino,
y cómo –a pesar de todo- le había
alcanzado. Recuerdo que sentí una gran tranquilidad. Mucha calma.